15 septiembre 2016

JUNTO AL FUEGO

Una mañana de invierno en una escuela técnica de la Patagonia puede ser algo más que una simple clase.



Me desperté y encontré a la ciudad cubierta de blanco, mientras gruesos copos caían y se acumulaban en un espectáculo tan hermoso como frío. Eran las siete y media, y todavía no había aclarado.
Ni me había despabilado cuando me dejaron en el portón de rejas de la escuela politécnica. Cursaba a la tarde, pero tenía taller por la mañana, una vez a la semana.

Caminé por el sendero de tierra, que estaba cubierto de nieve y separaba el portón de hierro de los talleres, en el fondo del patio. Caminar sobre nieve es cansador, sobre todo si está fresca. El pie se hunde en la superficie que se compacta y hace un ruido como “ffffp fffp”, las zapatillas se mojan y a medida que uno avanza queda la huella de las pisadas, como en la arena.

El predio de la escuela ocupaba toda la manzana, la última antes del comienzo del campo. Las aulas de los talleres se encontraban a los costados de un enorme galpón, parecido a un hangar donde se sentía más frío que en el exterior. En el medio había un espacio donde se acumulaban máquinas, chapas, hierros, andamios, herramientas y polvo, mucho polvo y telarañas en todo el taller.

En la puerta esperaba mi grupo en ronda, que llegara el profesor. En total eramos 30 por curso, pero en los talleres nos dividían en subgrupos de 10, por orden alfabético y rotábamos un trimestre por especialidad. De la A a la F este período hacían forestal, de la G a la L les tocaba carpintería y a mi grupo, de la M a la Z, metalurgia.

Cuando llegó nuestro profesor, nos lamentamos. Habíamos esperado más de 15 minutos, emponchados y haciendo humo con el aliento, mientras el resto aserraba o separaba semillas en su aula, bien calefaccionada con radiadores. Después de veinte minutos o media hora, si el profesor no aparecía, nos firmaban un comunicado que nos permitía volver a nuestras cómodas casas el resto de la mañana, y siempre teníamos la esperanza en invierno de que falle el motor de su auto, o decida que la cama es un mejor lugar que un galpón sucio y frío para pasar una mañana de nieve. Pero entonces escuchamos el motor de su Renault apagarse, la puerta cerrarse y lo vimos entrar por el enorme portón de chapa del taller. Lo saludamos y fuimos hasta el fondo, subimos por la pequeña escalera de hormigón sin revestir y entramos al aula. Estaba tan fría como el galpón.

El salón tenía un piso de madera crujiente en una parte y baldosas en la otra mitad. No lo barrían desde la innauguración. A la izquierda del umbral había un estante de metal colmado de chapas de acero, de distintos tamaños y formas. Recortes triangulares, y rectangulares, en punta; retazos de hojalata con más polvo que el altillo de una casa. En medio del aula había una enorme mesa de trabajo metálica e irregular, con varias morsas en los bordes y debajo más chapas de acero.

Contra la pared de la izquierda, que daba a la avenida, había una plegadora de metal mecánica, una soldadora de punto y otra mesada repleta de chapas y fierros. En la parte derecha, que tenía una ventana al interior del galpón, había otro estante con herramientas, tuercas, tornillos, clavos y todos los insumos que uno pudiera llegar a necesitar; y una soldadora de electrodos, que no estábamos autorizados,ni sabíamos utilizar. Finalmente, frente a la puerta, al fondo del aula, había una guillotina y a su izquierda una fragua verde, con un botón que activaba un ventilador para avivar el fuego. Delante de ella había un yunque.

―Hoy vamos a seguir con la palita, chicos ―indicó el profesor, Roberto Manso. Era un hombre de mediana edad y altura, tenía una cara redonda como la panza, lentes rectangulares con un marco fino, barba canosa de dos días y pelo cortado casi al ras con máquina eléctrica. Vestía camisa manga corta pese al frío, unos jeans de trabajo y borsegos de cuero. Siempre tenía un lápiz en el bolsillo de la camisa.

“La Palita” era el proyecto del trimestre. Se trataba de hacer una pala de basura metálica, como excusa para aprender a usar las máquinas y herramientas. Él nos dibujaba el plano en el pizarrón, nosotros lo copiábamos en los cuadernos. Después tomábamos una chapa de acero de los estantes, la medíamos, la marcábamos con un lápiz de hierro y la cortábamos, plegábamos y soldábamos según las indicaciones, todo bajo la supervisión de Manso.

Cuando nos disponíamos a trabajar, quedamos a oscuras. Nos agarró de imprevisto, nunca nos había pasado que se corte la luz. Nos miramos, miramos al profesor y el profesor nos miró a nosotros. Ya estábamos avanzados con nuestro trabajo, y necesitábamos la soldadora de punto para continuar.

―No se preocupen chicos, seguimos la próxima clase ―nos liberó Manso―. Vengan, vamos a
sentarnos alrededor de la fragua.

Afuera, la luz de los postes iluminaba los copos que caían con frenetismo y formaban un colchón de nieve en la vereda. Eran las 8 y todavía no se veía al sol en el horizonte. Con el kerosene y retazos de madera que había en un cajón sobre la esquina encendimos la fogata, que nos iluminó los rostros en un tono sepia y alargó nuestras sombras. Acercamos los bancos y nos pusimos en ronda. El fuego nos reconfortaba con su tibieza. El olor de la leña ardiente perfumaba el aire y la nieve de afuera absorvía los ruidos de la calle, por lo que en el aula reinaba la calma.
―¿Qué hacemos ahora? ―preguntó Liza, una compañera.
―¡Ya sé!¡Contemos historias de terror! ―sugirió Roni, y empezó a contar sobre la luz mala.
Nos turnamos para contar una historia cada uno. Algunas buenas, otras aburridas. El profesor se reía y controlaba el fuego, que mantenía una llama mediana y un calor agradable. Al rato subió otro profesor, con el grupo de alumnos que le tocaba. Noté que faltaban algunos.
―¡Ah!¡Que cómodos están!¿nos podemos sumar?

Como no quedaban bancos, acercamos un par de troncos y una mesa. Parecíamos una platea alrededor del fuego.
―Yo dejé que se retiraran. Muchos no vinieron por la nieve. ―comentó Félix, el otro profesor.
Los que se habían quedado vivían lejos, o en Trevelin, una ciudad a 20 kilómetros. Ellos llegaban a la mañana y después del taller se quedaban en la cocina de la escuela un par de horas, hasta el horario de clase. Después de las clases volvían a su ciudad. El micro que los llevaba paraba en la esquina
de la escuela.

El sol subió cerca de las nueve y le quitó emoción a las historias de terror que se transformaron en rondas de chistes. Cada tanto nos asomábamos a la ventana a disfrutar el paisaje nevado. Después de la avenida comenzaba el campo, más allá había una arboleda de sauces a la orilla de un arroyo y después una loma. Al fondo, a lo lejos la cordillera de los Andes. El campo, normalmente amarillo, era un manto blanco radiante por el reflejo del sol. Sólo se distinguía el verde de los sauces.

Las ventanas se empañaban, y hacíamos dibujos o jugábamos al ta-te-ti sobre el vidrio. Lo limpiábamos, esperábamos que se vuelva a empañar y nuevamente hacíamos dibujos. Entre anécdotas y chistes pasó la mañana, sin electricidad y sin trabajo.

―El que quiera, puede irse eh ―advirtió Manso. Ninguno quiso. Juntamos plata entre todos y dos compañeros cruzaron el sendero que nos separaba con la escuela y compraron galletitas en el buffet de la escuela. De algún lado apareció un mate. Y así nos quedamos toda la mañana, de picnic con los profesores, junto al fuego.