¿Sabrá el mundo que el
mejor jugador de la historia del fútbol no es, como todos creen,
Diego Armando Maradona?. El mito viviente, en cuestión, es oriundo
de Rosario. Una ciudad con alma de pueblo, y con alma de fútbol. La
suficiente alma de fútbol para engendrar a Messi, Di María o Bielsa, y
también al crack que hoy me convoca a estas líneas.
Me invita a pasar y
se va a poner la pava mientras arrastra las pantuflas porque tiene
operada la cadera. Paso a una casa sin lujo, que bien podría ser la
de mis abuelos. Nos sentamos en una mesa con un mantel floreado de
nylon y empezamos a charlar de fútbol. No pronuncia una sola ese, y
me habla como si fuésemos amigos de toda la vida. Empiezo a
preguntar agresivo, le tiro al bulto, pero me gambetea como, dicen,
hacía en el potrero. Se hace el desentendido y empieza a desmentir
una tras otra todas las fábulas que en el pueblo circulan sobre él.
Las que no puede desmentir las rebaja con soda.
Tomás Felipe
Carlovich, “El Trinche”, como lo apodaron de purrete y como es
conocido por todos en todas partes me mira con unos ojos pardos,
irritados, cansados, de profundas ojeras. Es de no creer que este
tipo, él solo, humilló a toda la Selección Argentina el miércoles
17 de Abril de 1974. Ese día, dicen, el mismísimo entrenador
nacional pidió por favor que lo saquen, porque los estaba
humillando. El mismo que ahora, igual que si estuviera charlando con
cualquiera de mis tíos, me ceba el cuarto mate mientras sigue la
conversación.
Me cuenta que en
donde le tocó jugar siempre jugó igual, y que no llegó simplemente
porque no se le dió. Pero por cómo me lo cuenta, y por lo que
escuché y leí antes, empiezo a atar cabos y llego a la conclusión
de que nunca quiso jugar profesionalmente. Sólo quería jugar a la
pelota, vivir cerca de su familia de sus amigos de la infancia, esos
que ahora lo invitan a los asados. Por eso cada tanto desaparecía
del club, se iba a la isla de enfrente a pescar y volvía para seguir
jugando al fútbol. Se lo llevaron a jugar a Mendoza, pero volvió a
la semana porque extrañaba a los suyos. Tampoco entrenaba, porque no
le gustaba. Pero cuando había que jugar, era un mito. Llegó a jugar
en Rosario Central, pero se hizo leyenda en Central Córdoba, su
casa, el equivalente rosarino a Cambaceres en La Plata.
Cuentan que de
golpe la cancha de Central Córdoba siempre estaba llena, pero no
para ver jugar al equipo; para verlo jugar a él. Alto más bien
ancho, bigotón y melenudo. Sin duda un futbolista de otra época. A
partir de allí nacen las historias, las fábulas. Dicen que a sus
marcadores les hacía un caño, y cuando pasaban de largo les tiraba
otro caño, para el otro lado. También que algunos defensores no
querían marcarlo para que no los humille.
Grandes de nuestro
fútbol lo reconocen; Menotti, Pékerman, Wolff y el mismísimo
Diego. Pero él nunca fue hecho para las grandes luces de la fama.
Quizás se arrepiente un poco, se pone nostálgico. Eso denota su
cara ya entrada en años, arrugada, aún melenuda pero sin bigote y
con canas. Ya no hay agua y los mates se lavaron y yo me quedo en
silencio, observando al mito que todos dicen fue, pero ningún video
puede comprobar. Quizá por eso es tan querido en Rosario, y tan
llamativo para mí, por el morbo de creer o reventar, de no poder
corroborar fehacientemente todo lo que sobre el recae.
Lo miro y está
quieto, pensativo. Con las manos juntas, jugando con los ásperos y
arrugados pulgares. Mira con dirección pero a ninguna parte, quizás
añorando esos tiempos donde treinta mil personas se juntaban sólo
“porque esta noche, esta noche juega “El Trinche”.
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