01 mayo 2015

EL DESAFÍO

En toda la provincia de Buenos Aires hay ríos y lagunas donde se puede practicar la pesca, generalmente de Pejerrey, apenas a unas horas en auto de Capital Federal.



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Toco timbre en lo de mi abuelo y al ratito me abren. Paso al fondo porque él está en el patio, sentado en cuero bajo el carrito que ya está enganchado al auto y con la lancha encima. Engrasa los rulemanes del eje del trailer porque “con el agua de la laguna se lava la grasa y se pueden partir si están secos”, me explica. “Llegaste justo”, me dice “para hacer fuerza”. Es sábado y para ser las seis de la tarde hace bastante calor. El plan es ir a pescar al otro día, temprano. Pero un día antes hay que tener todo listo. Mi abuelo tiene todo listo ya hace dos.

Jorge tiene una vida entera pescando. Yo soy su aprendiz. Ha salido de pesca con su padre, sus hermanos, sus amigos, sus hijos y ahora sus nietos. Por eso hace varios años se compró la lancha que todavía posee, Olaf. También hay varias cañas de antigua o nueva data, líneas, señuelos y todo lo que uno pueda llegar a necesitar. No aguanta mucho tiempo sin pesca. Por eso cada tanto cuando charlo con él sale con la pregunta “¿cuándo vamos a pescar?”. A veces la hace sutilmente, “tengo ganas de ir a pescar un día de estos”. Yo sé que por un día de estos se refiere al fin de semana próximo. O lo antes posible, porque como es jubilado puede salir cualquier día, siempre respetando los dos de preparación.

No cualquiera se levanta un domingo a las seis de la mañana. Nosotros sí. Pongo la pava para desayunar unos mates y mientras tanto él a paso lento ultima la preparación. Está en todos los detalles, pero siempre falta algo. Desayunamos y otra vez la pava al fuego, ahora para el termo en el camino, que es lo último que se va a cargar en el auto. Todavía no amanece, el cielo está apenas celeste.

Salimos de City Bell, donde vive, por la calle Once -467- que la asfaltaron hace poco hasta la ruta 36 “por los countries que hay” dice mi abuelo. A medida que avanzamos las casas se van convirtiendo en quintas y después en campo. No hay tránsito, es domingo. Una niebla espesa completa el lúgubre paisaje mañanero. Once termina en la Ruta 36, que empalma con la avenida 520 y finalmente se llega a la ruta 2, la popular autovía que une Capital Federal con Mar del Plata.
En el kilómetro 71 paramos en un puestito en el medio de la nada que vende carnada viva, infaltable para la pesca de pejerreyes. No había nadie pero de repente aparecen cuatro autos más, algunos también con lanchas a comprar carnada. Seguimos viaje tomando mate y más o menos a las nueve de la mañana llegamos a Chascomús.

El abuelo conoce Chascomús de memoria. Es uno de los sitios más comunes de pesca, no sólo para él sino para un montón de personas que piensan igual. Tiene una serie de cualidades que la hacen popular destino de pesca y recreación: la cercanía con la capital provincial y del país, el verde paisaje, el tamaño de la laguna y la ciudad que está a sus orillas. Un camino de asfalto la bordea completamente. En la orilla opuesta a la ciudad hay una pequeña villa de fin de semana, y una guardería para embarcaciones. “Antes no era así” hace memoria Jorge. “El camino era de tierra y no daba toda la vuelta”.

Bajamos del auto en la guardería de lanchas. Lo que más me llama la atención es que el único día que no abren es los martes. No pregunté por qué. El auto queda en un estacionamiento, la lancha es enganchada a un tractor y nos dan una escalera para subirnos. “¡Qué lujo!” se sorprende el abuelo. Tiene problemas de cadera y de otra forma hubiera sido más difícil subir. Con el tractorcito nos bajan a la laguna y se llevan el trailer. Diez menos veinte estamos ya embarcados. Preparamos las líneas, encarnamos con mojarritas y comienza la jornada de pesca.

El estilo de pesca en el interior bonaerense es muy distinto al del sur de donde vengo. Las líneas tienen entre tres -lo más común- y siete boyas de colores llamativos, cada una con un anzuelo. Cada anzuelo es encarnado con mojarras vivas o muertas. El agua arrastra las boyas lejos de la embarcación y uno debe esperar pacientemente a que haya algún pique. Lo nota porque una o más boyas rompe la fila india y comienza a hundirse o arrastrarse hacia el costado. Inmediatamente hay que cañar, es decir, tirar con fuerza la caña hacia atrás. Así se engancha el pejerrey y es una pesca segura.

“Hoy te lleno de escamas” me dice el abuelo. Eso quiere decir que la competición, amistosa pero en serio, comenzó. Gana el que saque más pejerreyes. Otra diferencia con la pesca en el sur, donde la competencia es por ver quién saca la pieza más grande, que generalmente se devuelve porque no abundan. Acá hay pejerreyes de sobra. “Los siembran” me ilumina mi abuelo. Entonces podemos llevar todo lo que saquemos, que no debería ser poco. Al ratito veo que Jorge hace un cañazo y saca algo, pero putea. “Un dentudo, bichos feos si los hay”, se lamenta. Yo pregunto si no cuentan, al fin y al cabo es un pescado. Él me explica que no los cuenta porque no sirven, están llenos de pinches y por eso no se comen. En seguida tiene otro pique, esta vez sí es un pejerrey. Empiezo perdiendo uno a cero.

La laguna de Chascomús es grande y está dividida imaginariamente por sectores que han marcado los pescadores para referenciar zonas de pique. Algunos prefieren pescar cerca del cementerio, porque dicen que ahí están la mayor cantidad de peces. Nosotros estamos frente a la casona amarilla, una casa en la orilla con un estilo colonial y que resalta al paisaje por un particular color amarillo chillón. Para mí no hay mucho de particular en cada zona, todo es agua y por ende en cualquier parte puede haber igual cantidad de peces, pero no contradigo a alguien con experiencia en la superstición de la pesca.

A las once de la mañana Jorge saca la canasta con la vianda y el jugo. Desayunar a las seis de la mañana tiene la gran desventaja de que el hambre reaparece temprano. Por suerte hay empanadas y pizza, frías. Sigo perdiendo pero por inexperto, porque tengo varios piques que no puedo capitalizar. Me importa poco cuando tengo una empanada en la mano para degustar, sé que voy a sacar algo. Realmente disfruto más la salida que la pesca. El hecho de estar en el campo, respirando aire puro fuera de la ciudad y la facultad me resulta más gratificante. El resto es un plus. Por eso cuando al rato saco el primer pejerrey sonrío y me siento satisfecho. Cuando le digo a Jorge que mi día ya está hecho me mira y me dice “¿estás loco, nene? ¡no sacaste nada todavía!”. Tiene razón, pero yo estoy feliz igual.

Tras media hora de poco pique y ningún pescado prendemos nuevamente el motor y nos adentramos más en la laguna, siempre en la zona de la casona amarilla. El abuelo saca una bolsa con mucho olor a pata. “Es el cebo” me dice, antes de que yo pregunte. Lo diluye en agua y tira un poco a la laguna. Yo me pregunto si eso atrae a los peces o los espanta. Al parecer sirve porque empiezan a sucederse las boyas que quieren escaparse. Para las doce y media doy vuelta el resultado seis a cinco, sin contar el par de dentudos que sacamos por lado, maldición mediante.

Siempre falta algo. Jorge se olvidó una visera y yo el protector solar. Uno no se da cuenta, pero el sol de a poquito va asando pieles. El reflejo en el agua también ayuda y de paso molesta a la vista. Yo tengo piel muy blanca y sensible, con experiencia en quemaduras así que me veo venir el ardor del día despues. Voy rotando la posición en la lancha para al menos quemarme parejo, pero la espalda sin dudas se va a llevar la peor parte. En ese momento sólo importa la pesca.

Entre anécdotas de pesca anteriores y varios cambios de línea, el abuelo se me arrima a dos. Pero esta vez la suerte está de mi lado, saco un par de pejerreyes más cuando se van haciendo las cuatro de la tarde, la hora pactada como el fin de la competencia y la vuelta a tierra. Pido la hora al réferi, pero alarga el partido todo lo posible ante su inminente derrota. No puede eludirla y termino triunfante la jornada por primera vez, con un score de quince a once. Volvemos a tierra, yo estoy contento por la salida y por el resultado, es la primera vez que le gano a mi abuelo. Las otras veces siempre me había “llenado de escamas”.

Nos buscan con el tractor y nos suben secos a tierra. Cansados, pero contentos volvemos a enganchar el trailer con la lancha al auto, pedir agua para el mate y disponernos a volver a casa. En el espejo noto que el sol hizo su trabajo y me dejó completamente colorado, pero sonrío, valió la pena. Así, empezamos a desandar el camino hecho, entre bromas y comentarios sobre la jornada que acaba de terminar. La victoria tiene otro condimento, es revancha de la partida de ajedrez que me ganó la última vez que nos habíamos visto.

Jorge se queja de los dolores de cadera, que no le permitieron disfrutar como él hubiera querido. La mirada fija en la ruta está preocupada, piensa y dice que fue quizá su última salida. “Ya estoy grande para estas cosas” rezonga, “pero a vos te voy a sacar bueno” me dice y sonríe. Yo no estoy tan seguro, pero sonrío igual, porque gané mucho. Gané una salida de la rutina, gané una jornada de disfrute con el abuelo y gané el desafío de pesca. Más no puedo pedir. El cansancio por fin me vence y aunque voy de acompañante me duermo igual que cuando tenía cinco años y volvía de pescar, en el asiento de atrás.