En toda la provincia de Buenos Aires hay ríos y lagunas donde se puede practicar la pesca, generalmente de Pejerrey, apenas a unas horas en auto de Capital Federal.
Toco timbre en lo de mi abuelo y al ratito me abren. Paso al fondo porque él está en el patio, sentado en cuero bajo el carrito que ya está enganchado al auto y con la lancha encima. Engrasa los rulemanes del eje del trailer porque “con el agua de la laguna se lava la grasa y se pueden partir si están secos”, me explica. “Llegaste justo”, me dice “para hacer fuerza”. Es sábado y para ser las seis de la tarde hace bastante calor. El plan es ir a pescar al otro día, temprano. Pero un día antes hay que tener todo listo. Mi abuelo tiene todo listo ya hace dos.
Jorge
tiene una vida entera pescando. Yo soy su aprendiz. Ha salido de
pesca con su padre, sus hermanos, sus amigos, sus hijos y ahora sus
nietos. Por eso hace varios años se compró la lancha que todavía
posee, Olaf. También hay varias cañas de antigua o nueva data,
líneas, señuelos y todo lo que uno pueda llegar a necesitar. No
aguanta mucho tiempo sin pesca. Por eso cada tanto cuando charlo con
él sale con la pregunta “¿cuándo vamos a pescar?”. A veces la
hace sutilmente, “tengo ganas de ir a pescar un día de estos”.
Yo sé que por un día de estos se refiere al fin de semana próximo.
O lo antes posible, porque como es jubilado puede salir cualquier
día, siempre respetando los dos de preparación.
No
cualquiera se levanta un domingo a las seis de la mañana. Nosotros
sí. Pongo la pava para desayunar unos mates y mientras tanto él a
paso lento ultima la preparación. Está en todos los detalles, pero
siempre falta algo. Desayunamos y otra vez la pava al fuego, ahora
para el termo en el camino, que es lo último que se va a cargar en
el auto. Todavía no amanece, el cielo está apenas celeste.
Salimos
de City Bell, donde vive, por la calle Once -467- que la asfaltaron
hace poco hasta la ruta 36 “por los countries que hay” dice mi
abuelo. A medida que avanzamos las casas se van convirtiendo en
quintas y después en campo. No hay tránsito, es domingo. Una niebla
espesa completa el lúgubre paisaje mañanero. Once termina en la
Ruta 36, que empalma con la avenida 520 y finalmente se llega a la
ruta 2, la popular autovía que une Capital Federal con Mar del
Plata.
En el
kilómetro 71 paramos en un puestito en el medio de la nada que vende
carnada viva, infaltable para la pesca de pejerreyes. No había nadie
pero de repente aparecen cuatro autos más, algunos también con
lanchas a comprar carnada. Seguimos viaje tomando mate y más o menos
a las nueve de la mañana llegamos a Chascomús.
El
abuelo conoce Chascomús de memoria. Es uno de los sitios más
comunes de pesca, no sólo para él sino para un montón de personas
que piensan igual. Tiene una serie de cualidades que la hacen popular
destino de pesca y recreación: la cercanía con la capital
provincial y del país, el verde paisaje, el tamaño de la laguna y
la ciudad que está a sus orillas. Un camino de asfalto la bordea
completamente. En la orilla opuesta a la ciudad hay una pequeña
villa de fin de semana, y una guardería para embarcaciones. “Antes
no era así” hace memoria Jorge. “El camino era de tierra y no
daba toda la vuelta”.
Bajamos
del auto en la guardería de lanchas. Lo que más me llama la
atención es que el único día que no abren es los martes. No
pregunté por qué. El auto queda en un estacionamiento, la lancha es
enganchada a un tractor y nos dan una escalera para subirnos. “¡Qué
lujo!” se sorprende el abuelo. Tiene problemas de cadera y de otra
forma hubiera sido más difícil subir. Con el tractorcito nos bajan
a la laguna y se llevan el trailer. Diez menos veinte estamos ya
embarcados. Preparamos las líneas, encarnamos con mojarritas y
comienza la jornada de pesca.
El
estilo de pesca en el interior bonaerense es muy distinto al del sur
de donde vengo. Las líneas tienen entre tres -lo más común- y
siete boyas de colores llamativos, cada una con un anzuelo. Cada
anzuelo es encarnado con mojarras vivas o muertas. El agua arrastra
las boyas lejos de la embarcación y uno debe esperar pacientemente a
que haya algún pique. Lo nota porque una o más boyas rompe la fila
india y comienza a hundirse o arrastrarse hacia el costado.
Inmediatamente hay que cañar, es decir, tirar con fuerza la caña
hacia atrás. Así se engancha el pejerrey y es una pesca segura.
“Hoy
te lleno de escamas” me dice el abuelo. Eso quiere decir que la
competición, amistosa pero en serio, comenzó. Gana el que saque más
pejerreyes. Otra diferencia con la pesca en el sur, donde la
competencia es por ver quién saca la pieza más grande, que
generalmente se devuelve porque no abundan. Acá hay pejerreyes de
sobra. “Los siembran” me ilumina mi abuelo. Entonces podemos
llevar todo lo que saquemos, que no debería ser poco. Al ratito veo
que Jorge hace un cañazo y saca algo, pero putea. “Un dentudo,
bichos feos si los hay”, se lamenta. Yo pregunto si no cuentan, al
fin y al cabo es un pescado. Él me explica que no los cuenta porque
no sirven, están llenos de pinches y por eso no se comen. En seguida
tiene otro pique, esta vez sí es un pejerrey. Empiezo perdiendo uno
a cero.
La
laguna de Chascomús es grande y está dividida imaginariamente por
sectores que han marcado los pescadores para referenciar zonas de
pique. Algunos prefieren pescar cerca del cementerio, porque dicen
que ahí están la mayor cantidad de peces. Nosotros estamos frente a
la casona amarilla, una casa en la orilla con un estilo colonial y
que resalta al paisaje por un particular color amarillo chillón.
Para mí no hay mucho de particular en cada zona, todo es agua y por
ende en cualquier parte puede haber igual cantidad de peces, pero no
contradigo a alguien con experiencia en la superstición de la pesca.
A las
once de la mañana Jorge saca la canasta con la vianda y el jugo.
Desayunar a las seis de la mañana tiene la gran desventaja de que el
hambre reaparece temprano. Por suerte hay empanadas y pizza, frías.
Sigo perdiendo pero por inexperto, porque tengo varios piques que no
puedo capitalizar. Me importa poco cuando tengo una empanada en la
mano para degustar, sé que voy a sacar algo. Realmente disfruto más
la salida que la pesca. El hecho de estar en el campo, respirando
aire puro fuera de la ciudad y la facultad me resulta más
gratificante. El resto es un plus. Por eso cuando al rato saco el
primer pejerrey sonrío y me siento satisfecho. Cuando le digo a
Jorge que mi día ya está hecho me mira y me dice “¿estás loco,
nene? ¡no sacaste nada todavía!”. Tiene razón, pero yo estoy
feliz igual.
Tras
media hora de poco pique y ningún pescado prendemos nuevamente el
motor y nos adentramos más en la laguna, siempre en la zona de la
casona amarilla. El abuelo saca una bolsa con mucho olor a pata. “Es
el cebo” me dice, antes de que yo pregunte. Lo diluye en agua y
tira un poco a la laguna. Yo me pregunto si eso atrae a los peces o
los espanta. Al parecer sirve porque empiezan a sucederse las boyas
que quieren escaparse. Para las doce y media doy vuelta el resultado
seis a cinco, sin contar el par de dentudos que sacamos por lado,
maldición mediante.
Siempre
falta algo. Jorge se olvidó una visera y yo el protector solar. Uno
no se da cuenta, pero el sol de a poquito va asando pieles. El
reflejo en el agua también ayuda y de paso molesta a la vista. Yo
tengo piel muy blanca y sensible, con experiencia en quemaduras así
que me veo venir el ardor del día despues. Voy rotando la posición
en la lancha para al menos quemarme parejo, pero la espalda sin dudas
se va a llevar la peor parte. En ese momento sólo importa la pesca.
Entre
anécdotas de pesca anteriores y varios cambios de línea, el abuelo
se me arrima a dos. Pero esta vez la suerte está de mi lado, saco un
par de pejerreyes más cuando se van haciendo las cuatro de la tarde,
la hora pactada como el fin de la competencia y la vuelta a tierra.
Pido la hora al réferi, pero alarga el partido todo lo posible ante
su inminente derrota. No puede eludirla y termino triunfante la
jornada por primera vez, con un score de quince a once. Volvemos a
tierra, yo estoy contento por la salida y por el resultado, es la
primera vez que le gano a mi abuelo. Las otras veces siempre me había
“llenado de escamas”.
Nos
buscan con el tractor y nos suben secos a tierra. Cansados, pero
contentos volvemos a enganchar el trailer con la lancha al auto,
pedir agua para el mate y disponernos a volver a casa. En el espejo
noto que el sol hizo su trabajo y me dejó completamente colorado,
pero sonrío, valió la pena. Así, empezamos a desandar el camino
hecho, entre bromas y comentarios sobre la jornada que acaba de
terminar. La victoria tiene otro condimento, es revancha de la
partida de ajedrez que me ganó la última vez que nos habíamos
visto.
Jorge
se queja de los dolores de cadera, que no le permitieron disfrutar
como él hubiera querido. La mirada fija en la ruta está preocupada,
piensa y dice que fue quizá su última salida. “Ya estoy grande
para estas cosas” rezonga, “pero a vos te voy a sacar bueno” me
dice y sonríe. Yo no estoy tan seguro, pero sonrío igual, porque
gané mucho. Gané una salida de la rutina, gané una jornada de
disfrute con el abuelo y gané el desafío de pesca. Más no puedo
pedir. El cansancio por fin me vence y aunque voy de acompañante me
duermo igual que cuando tenía cinco años y volvía de pescar, en el
asiento de atrás.
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