29 julio 2015

IMPREVISTOS

Como todo estudiante del interior en La Plata, volví varias veces de vacaciones a mi casa, en Esquel. Pero la nieve hizo que éste viaje en particular no me lo olvide nunca.





 Cuando uno prepara un viaje al sur en invierno debe saber que en cualquier momento puede encontrarse con un imprevisto. Hielo en la calzada, nevadas, vuelos que se cancelan, micros que no salen, incluso rutas cortadas. Por eso cuando me subí al micro en la terminal de La Plata con destino a Bariloche -y luego a Esquel- me predispuse a un viaje largo y lento.
Soy viajero frecuente, hago dos veces por año (cuatro, contando ida y vuelta) el mismo recorrido. Conozco cada parada, sé de las treinta horas seguidas de viaje con media hora de espera en Cipoletti y una o dos en Bariloche. Por eso a la mochila de viaje le agregué El Largo Adiós de Raymond Chandler. También puse un equipo de mate, algo que rara vez hago cuando viajo en micro ya que prefiero estar lo más ligero de equipaje a bordo posible.

Como suele suceder en las vacaciones de invierno, el colectivo fue completado con pasajeros a Bariloche. Lo supe cuando en vez de doblar en diagonal 74 para subir a la Autopista La Plata Buenos Aires para ir a la terminal de Retiro, para mi sonrisa dobló en la avenida 32 y así salir directo por la avenida 44. Compartí viaje con una chica de mi edad, de Bariloche.

El viaje hasta Cipoletti fue normal. Incluso llegamos antes de lo previsto, cuatro y media de la mañana. Allí bajamos, como siempre, para que el vehículo tenga su servicio de siempre. Luego del mantenimiento continuó viaje, aunque tampoco se detuvo en Neuquén. En la meseta neuquina, antes de llegar al puente Collón Cura el amanecer nos sorprendió con mucho hielo y nieve.

Me puse a conversar con mi compañera, aunque nunca nos presentamos. Me contó que hacía esquí de travesía, con la mamá y el novio que es guía de montaña. El esquí de travesía utiliza unos esquíes especiales con “piel de foca” sintética que permite un agarre diferente a la nieve, las botas también son diferentes porque sólo tienen fijación en la punta, dejando el talón libre. Se utiliza una técnica que desliza el esquí cuesta arriba, en una especie de caminata. Es común que esta actividad se realice en cerros vírgenes donde no hay medios de elevación. Ella hacía eso. Claro, hay que ir acompañado de un guía de montaña y equiparse con ARVA, Sonda y radio, útiles en caso de avalancha. Una vez que se sube la ladera, se da vuela la fijación del talón, se quita la piel de foca sintética y se baja la montaña esquiando, quizás en lugares donde nadie ha esquiado antes. Esa es la emoción de esta actividad, para los más osados aventureros que gusten de un desafío mayor que el esquí o el snowboard.

Pese al tramo de hielo y nieve, la ruta estaba óptima para transitar. Y luego del puente, ya con más sol, no había nieve ni hielo, así que el micro no se retrasó. Por el contrario, arribé a la terminal de Bariloche un poco pasado el mediodía, cuando el pasaje indicaba las dos de la tarde como hora de llegada. Para mi sorpresa, la terminal estaba atestada de gente, como nunca antes la había visto. En general, la terminal de Bariloche -que es muy pequeña para una ciudad destino internacional- suele estar semivacía, exceptuando al pequeño bar que tiene que siempre está lleno.

Lo que sucedía es que la ruta 258 entre Bariloche y El Bolsón estaba cortada desde el día anterior por la gendarmería a causa de la nieve y el hielo. Entonces muchos quedaron varados en la terminal a la espera de la apertura de la misma. Cuando yo llegué recién habían abierto el paso. Hasta ese momento compartía colectivo con otros tres amigos de Esquel, que también venían de La Plata. Ellos tenían pasaje a Esquel para las 3 y 6 de la tarde. Yo no tenía pasaje. Y por este imprevisto, escaseaban.

Mientras ellos se sentaron a esperar, yo empecé desesperadamente a buscar pasaje, temiendo que se agoten. El que lea esta nota seguramente pensará lo mismo que mis amigos pensaron en ese momento: “¡qué boludo! ¿cómo no sacó pasaje antes?”. El manual del viajero indica que no hay que dejar nada – o lo menos posible - librado a la suerte.

Sucede que mis amigos organizaron un asado para ese mismo sábado a la noche. Yo sí o sí debía salir ese viernes. Desde la empresa no me quisieron vender el pasaje Bariloche – Esquel de las 15:00, sólo el de las 18:00. Como a Esquel hay un mínimo de cuatro horas, iba a llegar muy sobre la hora Y nunca tarda cuatro horas. Así que decidí llegar a Bariloche primero y allí sacar pasaje con la empresa que primero me deje en Esquel, si era la misma, mejor. Me fijé en internet y pasajes había de sobra -más de 80 lugares entre todos los horarios-. Claro que se agotaron ante esta situación. Finalmente, tras la desesperación de no conseguir nada, encontré una ubicación disponible para las 17:00 en otra empresa. ¡Gracias! Dije. Incluso llegaba a tiempo para el asado, aunque lo importante ya no era el asado, sino llegar a casa así sea a la madrugada. Al final terminó siendo la mejor opción, porque los colectivos de mis amigos venían atrasados y terminaron saliendo mucho después que yo.

Una vez con el pasaje en mano, aliviado, pero con cuatro horas de espera por delante, me volví a reunir con mis amigos y preparé el mate. Pensar que estuve a punto de dejarlo afuera de la mochila... En esas horas la terminal fue un caos. Me encontré mucha gente de Esquel que llegaba, otra que se iba, todos que esperaban. Lo mejor de toda la terminal es una máquina termo que está afuera y da agua caliente gratis. Así que tomamos en esas horas cuatro termos completos.

A las cinco en punto salió mi colectivo. La ruta estaba muy pero muy difícil, más de medio metro de nieve sobre la banquina en algunos lugares. El paisaje, de ensueño. Montañas completamente blancas, con pinos nevados que llegaban hasta la orilla de los lagos Mascardi, Guillelmo y Gutiérrez. Y un piloto osado que con buen ritmo tomaba curva y contracurva mejor que un piloto de Fórmula 1.
Esta vez se sentó a mi lado un chico, un poco más grande que yo. Tampoco nos presentamos. Era de Bariloche, pero iba a El Bolsón a pasar el fin de semana. Trabajaba de chocolatero. Su función es manejar la máquina de chocolate. Me contó sobre la preparación que le tocaba a él: chocolate con maní. En la planta, cada obrero tiene una especialización. Algunos hacen chocolate en rama, otros los bombones, otros los que tienen licor. Él tenía que poner una enorme bandeja de chocolate, a punto justo, luego una capa de maní y después nuevamente chocolate. Así durante todo el día, de lunes a sábados, de ocho a dos de la tarde. Me comentaba orgulloso que producía hasta 200 kilogramos de chocolate por día. Eso luego se vendía en todas las chocolaterías típicas de la ciudad. Me contaba también que los hermanos Fenoglio son dueños de todas, cada uno de una o dos diferentes. Y que el cacao lo traen de Brasil, aunque dicen que lo importan de África. También me instruyó sobre la temperatura justa para derretir el chocolate. Un grado menos y la máquina se traba, un grado más y la mezcla es tan líquida que pierde el gusto y hay que hacerla de nuevo.

La conversación animada siguió hasta El Bolsón, yo le comenté qué estudiaba y hablamos también sobre eso. En El Bolsón se bajó y yo seguí durante un tramo sin compañía. Ya había oscurecido, pero la nieve blanca se reflejaba tras el vidrio empañado. Me acordé de Chandler y me puse a leer. En Epuyén subió una señora, ya eran las nueve de la noche, mis amigos debían estar en el salón con el cordero plantado, casi a punto. Yo tenía un par de horas más de viaje. Seguí con la lectura.

Finalmente, pasadas las once de la noche, con dos horas de atraso el micro entró a Esquel. En la terminal me esperaba mi familia, pero yo tenía la cabeza puesta en el asado. Saludé y felicité al chofer, que tenía que seguir hasta Puerto Madryn. Llegué a casa, prendí el celular y me alegré de haber vuelto. Volví al baño, a mi baño. Lo extrañaba. En los viajes mi cuerpo tiene la capacidad de aguantar, pero cuando llego a destino tengo que ir al baño enseguida, ustedes me entenderán. Me bañé y fui al salón. Allí estaban todos mis amigos, y estaba el cordero, o lo que quedaba de él -que no era poco-. Me serví, me senté y me tranquilicé. Después de treinta y tres horas de viaje, odisea incluida, estaba en casa.

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