10 agosto 2017

ETERNA URGENCIA

La guardia de un hospital nunca duerme; todos los días, las 24 horas, recibe pacientes con distintos cuadros. Los médicos hacen lo que pueden para atender entre la urgencia, la falta de insumos y la precarización laboral.




La madrugada de domingo recién empezaba en La Plata. El hospital San Martín, que durante la tarde fue bullicio, estaba calmado. La entrada por avenida 1 era lo único iluminado; sobre ella, una empleada limpiaba el piso con un lampazo chorreante. En la doble hoja de vidrio había pegado un cartel “guardia, entrada por calle 1”. Mas allá, un seguridad estaba recostado sobre un escritorio de madera en medio del pasillo, mientras contemplaba los dibujos que forman las grietas de los azulejos de la pared, y se incorporó cuando un grupo de chicos se le acerca.

―Disculpe, ¿la guardia?
―Por este pasillo, al fondo
Los amigos dieron dos pasos y el guardia los detuvo.
―¿Por qué tema es?
―Un amigo... ―indica uno, con la cabeza gacha y cara de lástima.
―Está bien, pasen.

El grupo atravesó un largo pasillo, que más bien parecía un túnel con olor a desinfectante. Es el que conecta la parte vieja del hospital con el ala nueva. El cambio se diferencia por las baldosas y por la arquitectura: la construcción original es cerrada, con techo bajo; azulejos blancos cubren las paredes, también blancas y con manchas de humedad. Las puertas son de un metal oxidado y los cables cuelgan del cielorraso, a la vista. La ampliación es un edificio apartado y grande, con un ventanal que da a un pequeño patio interno, y un corredor ancho con bancos de metal. Las paredes blancas tienen detalles en naranja y hay gruesas columnas grises. La guardia está sobre la izquierda, es un mostrador con una puerta al lado. Sobre el mostrador, vacío y solitario a la madrugada, hay varios carteles de papel con indicaciones de obras sociales y planillas con nombres y números. Detrás, hay varios consultorios separados por finos tabiques de yeso. Dos médicos se turnaban para recorrerlos y atender a los pacientes.

Los amigos se sentaron en uno de los bancos contra el ventanal del patio, al lado de una familia compuesta por una mujer de unos cuarenta años, morena y el pelo teñido de rubio, que tenía los ojos aguados. La abrazaba y le acariciaba el pelo una señora mayor. También había otra mujer de su misma edad, dos niños de unos doce años y otro par de muchachos más grandes. Era el grupo más numeroso en toda la guardia.

Por el mismo pasillo que los amigos entró un policía gordo y pelado que caminaba a los tumbos con la cabeza gacha. Tenía el uniforme con chaleco antibalas, un handy en la mano derecha y estaba armado. Se dirigió a la familia que esperaba en la sala común y le habló a la mujer rubia con una voz pesada.

―Te pido por favor que retires a todos los que no sean familiares directos.
La mujer miró al policía con esa mirada que hace una madre cuando reta a su hijo.
―Todos ―remarcó― son familiares directos.
El policía estiró su cara.
―Bueno, necesito que haya la menor cantidad de gente posible, por favor ―balbuceó.
Entonces la señora alzó la vista y la paseó por el resto de la sala; después empezó a señalar.
―Ellos son mis hijos, la hermana, la madre ―explicó cada parentezco― A partir del chico, que no sé por qué está, no conozco a nadie.
El policía miró al resto de los que estaban en la sala. Los amigos, que observaban la escena, se levantaron y fueron hacia otro sector. El agente les agradeció y se dirigió a la madre.
―Está bien señora, lo único que le pido es que mantenga todo tranquilo ―y se marchó.

La presencia policial fue solicitada por los médicos. En urgencias, atienden casos derivados de peleas, robos y accidentes, y en ocasiones la situación se pone complicada. Además de luchar contra la muerte, deben pelear contra la desesperación de los familiares y en ocasiones con terceros.


Viviana es una de las residentes. Es baja y flaca, tiene 30 años y una mirada de haberlo visto todo. Las ojeras son parte de su aspecto, y el pelo oscuro nunca está prolijo.
―Me ha tocado atender heridos de bala o apuñalados ―contó, cigarrillo en mano―. A veces, detrás del herido viene el agresor buscando rematarlo. Para eso está la policía.
Los médicos de hospital público tienen la obligación de atender sin juzgar ni discriminar. Toda vida vale lo mismo.
―Las familias a veces no entienden, ese es otro problema. Yo entiendo la desesperación, pero es peor porque complican más las cosas.
Hace poco, una señora entró a los gritos, con su hijo en brazos, que no podía respirar bien. Cuando le pidieron que espere para ser atendida enloqueció, y descargó su furia con una de las médicas de guardia. Agarró lo que encontró a mano y le pegó en la nariz. La médica terminó con el tabique quebrado.
―Nosotros no tenemos la culpa. No es que no queremos atender, es que no damos abasto. Pero si vemos a alguien luchando por su vida, le damos prioridad.


Un médico de guardia -o médica- es joven, no mayor de 35 años. Viste bata o ambo, del cuello le cuelga un estetoscopio, tiene ojeras y es consumidor de café o mate; la mayoría también es aficionado al tabaco. Puede trabajar hasta doce horas de corrido, con pequeños recreos sin siesta. Está mal pago y en negro, o precarizado. Circula por los pasillos del hospital más que por su casa, y es fanático de recetar paracetamol y reposo, o estudios para los casos más leves.
―La mayoría nos recibimos hace poco o estamos en los últimos años de la carrera. Acá nos curtimos ―sonríe Viviana, que es residente hace un año y medio.

Por el Hospital San Martín pasaron grandes médicos. El más importante fue el Doctor René Favaloro, que desarrolló el bypass coronario. Favaloro comenzó a hacer su residencia en el tercer año de la facultad, y llegó a ser médico auxiliar en la planta del Policlínico. La comunidad médica lo recuerda con orgullo, y un mural con forma de corazón está en una de las paredes exteriores del Hospital, a modo de homenaje.


El gremio de los médicos bonaerenses es el CICOP. Las carteleras del hospital están colmadas de folletos y panfletos que informan sobre alguna medida, reclaman algún insumo o concientizan sobre una enfermedad. Los reclamos se extienden en afiches pegados en las paredes, con reclamos de mejoras salariales y de condiciones laborales. “Pedimos que decreten la emergencia sanitaria” dice un afiche rojo con letras blancas. “Falta personal, no hay medicamentos, no hay quirófanos, el hospital se cae a pedazos” continúa más abajo. También reclama por trabajadores despedidos, y por el pase a planta de médicos precarizados. En una pared, hay una hoja con una silueta y nombre por cada empleado despedido.

Los reclamos se extienden a las calles, con protestas frente a la Municipalidad y la Casa de Gobierno. Las últimas marchas fueron por la reincorporación de becarios despedidos, pero antes habían reclamado por un ascensor caído, y por seguridad, después de una agresión al jefe de guardia. Desde el Gobierno Provincial anunciaron inversión, pero en el San Martín tendrán que esperar, porque hay otros en peores condiciones. De los 77 hospitales públicos en Buenos Aires, 53 necesitan mejoras edilicias e insumos.

―Nos falta todo. A veces faltan gasas, que es algo básico. A veces ponemos de nuestro bolsillo para comprar guantes de látex ―. Viviana es una de las residentes que está en negro. ―Tenemos que trabajar igual por la gente, pero nos pagan poco y mal. Hemos hecho paro con guardia mínima. Hay gente que lo entiende y otros que no, que quieren ser atendidos rápido.
Pese a la falta de insumos, los médicos se las arreglan para remediar los síntomas de los pacientes.
―Me ha tocado de ir a comprar remedios, o insumos. A los que tienen cuadros leves les pedimos colaboración, pero no podés no atender una hemorragia. ¿Cómo le digo que no tengo gasas?

Una mujer y un hombre sonaron el timbre de la guardia. Cinco minutos más tarde apareció un médico, les pidió algunos datos como el nombre, la edad, algún teléfono y la obra social ―Si no tienen obra social, la atención es la misma y es gratuita―. Anotó todo en una planilla y desapareció; la pareja se sentó en uno de los bancos duros, fríos y grises, donde se sufren las dolencias que no son urgentes. Para ellos, la espera es también un padecimiento. No hay televisor, ni radio, ni algún aparato que distraiga o entretenga. El entretenimiento dura lo mismo que la batería del celular.

Los medicos que montan guardia atienden por prioridad con un criterio semáforo: Rojo para las cuestiones de vida o muerte, que se atienden de inmediato; amarillo para lesiones graves o cuadros agudos, que pueden demorar una o dos horas y verde para las enfermedades comunes que no presentan riesgo, y en las que el paciente puede esperar hasta cinco horas.

La sala de espera es el mismo corredor. A la madrugada estaba semivacío, pero aún así había gente aguardando largo rato.
Los que esperan lo hacen en silencio, o hablan en voz baja. Se dispersan en parejas o en grupos por toda la sala. Buscan complicidad con la mirada, saber que no son los únicos que sufren la demora. Miran la hora, suspiran y cambian de posición. Algunos cierran los ojos e intentan dormir un rato. Nadie llega solo, todos entran en compañía de su pareja, su padre, su madre, un amigo. Cada tanto alguien se levanta y se va sin ser atendido.

Un grupo de perros callejeros entró corriendo y jugando. Se acercaban a los pacientes en busca de comida, los rodeaban y mendigaban al menos una caricia. Fracasaron en conseguir comida y se echaron a dormir cerca de un calefactor, hasta que un médico, que asomó por la puerta al costado del mostrador, los sacó.

El doctor llamó a un paciente, que ingresó por la puerta al costado del mostrador y pasó a uno de los cubículos-consultorio, donde hay una camilla, una luz y los insumos básicos para atender a cualquier paciente. El médico no llegó enseguida, sino que tuvo que esperarlo otro rato. Cuando lo atendió, preguntó por los síntomas.
―El pecho, siento una presión.
―Sacate el buzo, la remera y sentate.
Un estetoscopio frío se apoyó sobre la espalda, un rato en cada zona. Después, el médico salió de la sala y volvió con una caja, puso un brazalete que comienza a inflarse para tomar la presión.
―El corazón late normal y la presión es normal. Por las dudas mañana hacete un estudio completo.


La revisación es tan básica como el consultorio, ya sea por la falta de herramientas, por la demanda o por el motivo que fuere. Si el problema es muy grave, el paciente queda internado y lo llevan a terapia intensiva; si es grave y hay cama, queda internado en observación; si es algo menor como una fiebre, hacen una receta, un certificado médico y aconsejan un estudio más preciso.

Muchos han denunciado diagnósticos errados. Uno cuenta que fue a la guardia por un tobillo hinchado, le diagnosticaron una torcedura, recetaron un desinflamatorio y reposo y le dieron el alta. Después, un estudio en otro hospital reveló una fractura. 
―Y eso que el San Martín es uno de los mejores hospitales ―reconoce el paciente.
Por el mismo pasillo que horas atrás entró y se fue el policía, ingresó un adolescente con un pie rígido y apoyado sobre su padre.
―Creemos que es fractura, pero no sabemos ―le indica el padre al médico de guardia―. Fuimos al Hospital Gutierrez pero nos derivaron acá porque no tenían para hacer placas.
Le tomaron los datos y lo mandaron a esperar, como al resto. A la media hora lo hicieron pasar y una hora más tarde salió con una bota de yeso.
El Hospital San Martín es un Policlínico, el más completo de la región. Cuando hay un accidente grave, alguna lesión severa o síntoma extraño, derivan allí al paciente porque pueden realizar estudios más completos.

El Policlínico es el nosocomio más viejo de la ciudad. Fue fundado en 1884, como “Casa de Sanidad”. El edificio original está a un costado del hospital actual, que se innauguró en 1952, cuando tomó el nombre de “Instituto General San Martín”. Sufrió ampliaciones y modificaciones, la última en 2012, cuando se abrió el primer hospital universitario de la UNLP, en la extensión donde ahora funciona la guardia.


Afuera, sobre la vereda que da a calle 1, hay un kiosko que está abierto toda la noche. Tiene una lona y ofrece panchos, que se pueden comer sentados en unas mesas de plástico sobre la vereda. Allí había un grupo de chicos conversando. Vestían camperones y zapatillas deportivas, algunos tenían visera. Usaban aros, y tenían dos motos parecidas a una Scooter. Eran los amigos del accidentado, la familia que esperaba en la guardia. La policía los había sacado.

El producto más vendido del kiosco son los cigarrillos. Dentro del hospital está prohibido fumar, y echan al que intente prender uno. La vereda es una colección de colillas pisadas.

Por el corredor a la izquierda de la guardia hay otra puerta, que da a un callejón interno. Es otro patio donde médicos y familiares calman su ansiedad con tabaco. Hacia allí arrastró los pies la mujer que discutió con el policía. Iba abrazada por la abuela, seria y entera. Los nenes la rodeaban, pero ella de un grito les ordenó que esperen lejos. A los diez minutos volvió secándose los ojos, con la misma seriedad y entereza con la que había salido.

Al rato, un médico salió y llamó a la mujer aparte. La conversación duró unos minutos y terminó con un abrazo. La señora volvió hacia el grupo y transmitió el mensaje, ante la atenta mirada del resto. Al final, sonrieron. A su ser querido lo sacaban de terapia intensiva y lo pasaban a una sala común. Los chicos y la abuela se fueron, detrás de ellos salieron también los amigos, que habían aguantado al pie del cañon en la sala de espera de la guardia..

Cerca del amanecer, la guardia tiene más movimiento. Una chica entra tambaleándose, apoyada en dos amigas. No tienen más de 25 años, y están vestidas con un cuero ajustado y zapatos con plataforma. Las dos que cargaban a la borracha la derrumban sobre un banco y piden atención con una voz chillona. Los gritos alertan a uno de los residentes, que hace pasar a la chica y la acuesta en una camilla, boca abajo. Las amigas se acomodan en la sala de espera, cuchichean y se ríen.

Los fines de semana los casos de intoxicación etílica son moneda corriente. Viviana perdió la cuenta de cuántos alcoholizados le tocó atender.
―Las que más vienen son mujeres, aunque hombres también hay. Es grave sólo si están en coma alcohólico.
Según estadísticas del Sedronar, que datan de 2011, sólo hubo 9 casos de muerte por sobredosis de alcohol en un año. La mayoría de las consultas por intoxicación etílica resultó en alta médica.
―El peligro del alcohol son los accidentes de tránsito, o las peleas. Eso mata más que una borrachera. Hoy por suerte, no tuvimos ninguno.


Los datos anuales respaldan a la médica. En 2015, de los 7.000 muertos en accidentes de tránsito, la mitad fue a causa de conductores con mayor grado de alcohol en sangre del 0,5 permitido. Y el Sedronar estima que el 79% de las muertes por homicidio relacionadas al consumo de drogas, están asociadas al consumo de alcohol.
―A los que llegan borrachos los acostamos boca abajo en una camilla y les ponemos un suero. Según el estado en que estén los dejamos en observación o le damos el alta. La mayoría después de unas horas se recupera.

A la chica se le sumó un vagabundo de ropas raídas y sucias, y pelo desprolijo. Lo trajo la policía, y entró balbuceando. También lo acostaron boca abajo con un suero, y se durmió en la camilla. Una hora después, la adolescente salió de la guardia y se fue caminando junto a sus amigas. Todavía se tambaleaba un poco. El vagabundo tardó otra media hora en recuperarse, y se fue cuando salía el sol.

Después del amanecer empieza el movimiento dentro del hospital. Hay ruidos de puertas, bullicio y máquinas. Los pasillos se llenan de médicos de distintas especialidades, a la guardia se suman un par de residentes y empieza a colmarse de pacientes. Afuera, calle 1 se vuelve transitada y los comercios del barrio abren sus puertas. Los médicos que atendieron durante la noche salen vestidos de civil. Terminó su turno de guardia, es hora de un merecido descanso.
―Duermo cuando puedo ―es imposible no creerle a las ojeras de Viviana―. Pero esto no termina; la guardia nunca está vacía.

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