25 agosto 2017

TIC TAC




El reloj marcó atrasado las tres en punto. Me maravilla pensar que todo hubiese sido diferente sin el detalle del atraso. Pensar, por ejemplo, que si Galeano hubiera salido cinco minutos antes de su casa hoy probablemente conocería a su hija.

Pero el reloj marcó las tres en punto cuando en toda Argentina ya eran las tres y siete minutos; con cuarenta y ocho segundos, si se quiere ser más precisos. Y recién entonces el Doctor Galeano tomó su maletín, cerró con un portazo y salió para el trabajo.

Tres y treinta y dos ya estaba muerto, aunque para él eran las tres y veinticinco. Caminaba por la vereda izquierda de cuarenta y siete, desde calle diez y en dirección a nueve, cuando lo sorprendió la explosión. Falleció casi al instante, con gran parte de su cuerpo quemado y con pedazos de vidrio incrustados a lo largo de su perfil derecho. Cinco minutos antes y hubiese estado a tres cuadras, habría escuchado la explosión, se hubiera agachado y tomado la cabeza, hubiese mirado para atrás con estupor. Cinco minutos después y le hubieran faltado tres cuadras para llegar allí. También se hubiese agachado y tomado la cabeza, luego hubiera escuchado las sirenas. En ambos casos es probable que entrase en shock. Quizás años más tarde le habría contado a sus nietos sobre el día que se salvó de milagro y hasta su último aliento se hubiese sentido un tipo con suerte. Pero no, le tocó estar a las tres treinta y uno sobre la vereda del Hotel España mientras éste explotaba.

Cosa rara el tiempo. Pretendemos que es una magnitud más, y lo encerramos para siempre en una medida arbitraria. Útil, pero arbitraria. Sentimos su avance impasible, pero como no nos gusta que se escape de nuestras manos le construímos una jaula de horas, minutos y segundos. Lo multiplicamos luego en días, semanas, meses y años. A él no le importa. Se deja medir, manso. No dice nada porque sabe que es eterno, y para la eternidad no existen medidas. Sabe que, aunque busquemos encerrarlo en el pasado, siempre va a escapar hacia el futuro. Y por más que pensamos que deja huella en el calendario, las verdaderas marcas las hace en otro lado. El tiempo pudre la fruta, el tiempo hace crecer las plantas, es el tiempo el que nos arruga y hace caer el pelo. Y sin embargo insistimos en encerrarlo en días, horas, minutos y segundos.

El caprichoso tiempo fue el que decidió juntar al doctor Galeano con una explosión y pasarlo a la eternidad el seis de agosto de mil novecientos ochenta y siete, a las tres y treinta y dos pé eme. Esa fue la medida de tiempo en que los médicos forenses anotaron la hora de deceso de Galeano. Pienso que para el tiempo no fue nada más que un paso efímero en su caminar infinito.

Por eso me detuve un segundo en esta reflexión, y terminé maravillado en el detalle del reloj. La muerte de Galeano se trató de un error de cálculo humano en la medida del tiempo. El tiempo se burló una vez más con picardía la jaula que equivocadamente el hombre quiso imponerle e hizo culpable al propio humano de semejante error que, lógicamente, nadie se atribuye. Porque no se puede culpar a un relojero de homicidio por crear un reloj que atrase y sea motivo de que Galeano salga tres y siete pensando que son las tres en punto y transite la vereda de cuarenta y nueve entre nueve y diez, sobre el Hotel España a las tres y treinta y uno cuando la bomba explota, en vez de tres y veinticuatro. Ningún Juez llegaría a esa conclusión, y se tildaría de loco al que lo haga. Es simplemente absurdo. Culparán seguramente al que planeó el atentado, al que fabricó la bomba, y al que la colocó. Y serán culpables de la explosión y de todas las muertes, menos de una. No serán tan culpables ellos de la muerte de Galeano como el relojero, o como el tiempo. Después de todo, a Galeano le hubiera dado lo mismo pasar por allí a las tres y veintiocho, que a las tres y treinta y cinco. En cualquiera de esos casos no hubiera muerto.


Es la magia del tiempo, una vez que pasó ya está. Ya nadie puede volver atrás a avisarle al Doctor que su reloj atrasa siete minutos, que el tiempo que cree vivir en realidad es otro. Que crea que son las dos, si quiere, pero que espere un rato para salir de su casa así no se encuentra en el lugar y en el momento justo del estallido, que siga con vida. El Doctor murió. A las tres y treinta y dos ya está muerto, de ahora en más para siempre. Y el tiempo no va a ser juzgado. Simplemente va a continuar su paso hacia el futuro. Y volverá a realizar macabras y trágicas coincidencias, pero también hará magia para juntar en un mismo lugar al mismo momento a Pablo y a Cecilia que nueve meses después de esa noche serán padres por primera vez y la misma vida que se le fue al pobre doctor Galeano le va a venir por obra del tiempo a Marcos, como van a llamar al bebé.

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