El reloj marcó atrasado
las tres en punto. Me maravilla pensar que todo hubiese sido
diferente sin el detalle del atraso. Pensar, por ejemplo, que si
Galeano hubiera salido cinco minutos antes de su casa hoy
probablemente conocería a su hija.
Pero el reloj marcó las
tres en punto cuando en toda Argentina ya eran las tres y siete
minutos; con cuarenta y ocho segundos, si se quiere ser más
precisos. Y recién entonces el Doctor Galeano tomó su maletín,
cerró con un portazo y salió para el trabajo.
Tres y treinta y dos ya
estaba muerto, aunque para él eran las tres y veinticinco. Caminaba
por la vereda izquierda de cuarenta y siete, desde calle diez y en
dirección a nueve, cuando lo sorprendió la explosión. Falleció
casi al instante, con gran parte de su cuerpo quemado y con pedazos
de vidrio incrustados a lo largo de su perfil derecho. Cinco minutos
antes y hubiese estado a tres cuadras, habría escuchado la
explosión, se hubiera agachado y tomado la cabeza, hubiese mirado
para atrás con estupor. Cinco minutos después y le hubieran faltado
tres cuadras para llegar allí. También se hubiese agachado y tomado
la cabeza, luego hubiera escuchado las sirenas. En ambos casos es
probable que entrase en shock. Quizás años más tarde le habría
contado a sus nietos sobre el día que se salvó de milagro y hasta
su último aliento se hubiese sentido un tipo con suerte. Pero no, le
tocó estar a las tres treinta y uno sobre la vereda del Hotel
España mientras éste explotaba.
Cosa rara el tiempo.
Pretendemos que es una magnitud más, y lo encerramos para siempre en
una medida arbitraria. Útil, pero arbitraria. Sentimos su avance
impasible, pero como no nos gusta que se escape de nuestras manos le
construímos una jaula de horas, minutos y segundos. Lo multiplicamos
luego en días, semanas, meses y años. A él no le importa. Se deja
medir, manso. No dice nada porque sabe que es eterno, y para la
eternidad no existen medidas. Sabe que, aunque busquemos encerrarlo
en el pasado, siempre va a escapar hacia el futuro. Y por más que
pensamos que deja huella en el calendario, las verdaderas marcas las
hace en otro lado. El tiempo pudre la fruta, el tiempo hace crecer
las plantas, es el tiempo el que nos arruga y hace caer el pelo. Y
sin embargo insistimos en encerrarlo en días, horas, minutos y
segundos.
El caprichoso tiempo fue
el que decidió juntar al doctor Galeano con una explosión y pasarlo
a la eternidad el seis de agosto de mil novecientos ochenta y siete,
a las tres y treinta y dos pé eme. Esa fue la medida de tiempo en
que los médicos forenses anotaron la hora de deceso de Galeano.
Pienso que para el tiempo no fue nada más que un paso efímero en su
caminar infinito.
Por eso me detuve un
segundo en esta reflexión, y terminé maravillado en el detalle del
reloj. La muerte de Galeano se trató de un error de cálculo humano
en la medida del tiempo. El tiempo se burló una vez más con
picardía la jaula que equivocadamente el hombre quiso imponerle e
hizo culpable al propio humano de semejante error que, lógicamente,
nadie se atribuye. Porque no se puede culpar a un relojero de
homicidio por crear un reloj que atrase y sea motivo de que Galeano
salga tres y siete pensando que son las tres en punto y transite la
vereda de cuarenta y nueve entre nueve y diez, sobre el Hotel España
a las tres y treinta y uno cuando la bomba explota, en vez de tres y
veinticuatro. Ningún Juez llegaría a esa conclusión, y se tildaría
de loco al que lo haga. Es simplemente absurdo. Culparán seguramente
al que planeó el atentado, al que fabricó la bomba, y al que la
colocó. Y serán culpables de la explosión y de todas las muertes,
menos de una. No serán tan culpables ellos de la muerte de Galeano
como el relojero, o como el tiempo. Después de todo, a Galeano le
hubiera dado lo mismo pasar por allí a las tres y veintiocho, que a
las tres y treinta y cinco. En cualquiera de esos casos no hubiera
muerto.
Es la magia del tiempo,
una vez que pasó ya está. Ya nadie puede volver atrás a avisarle
al Doctor que su reloj atrasa siete minutos, que el tiempo que cree
vivir en realidad es otro. Que crea que son las dos, si quiere, pero
que espere un rato para salir de su casa así no se encuentra en el
lugar y en el momento justo del estallido, que siga con vida. El
Doctor murió. A las tres y treinta y dos ya está muerto, de ahora
en más para siempre. Y el tiempo no va a ser juzgado. Simplemente va
a continuar su paso hacia el futuro. Y volverá a realizar macabras y
trágicas coincidencias, pero también hará magia para juntar en un
mismo lugar al mismo momento a Pablo y a Cecilia que nueve meses
después de esa noche serán padres por primera vez y la misma vida
que se le fue al pobre doctor Galeano le va a venir por obra del
tiempo a Marcos, como van a llamar al bebé.
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